Boing, boing!

Quizá para animar un poco el aire noir que tiene el blog gracias a los cuentos sórdidos tanto míos como de Delia (y en parte para actualizar, porque a las dos nos da cosita dejar el blog botado), pongo un video estúpido que hice hace un par de meses en un viaje a Mérida. Y sí, la histérica gritando soy yo :)

Tu daga y la mía.



La siento rozando mi brazo: fría, cortante. Me aterroriza, pero me confiere un poder casi inimaginable…

Por supuesto, realmente no la siento; está en el fondo de mi cartera, cuidadosamente guardada en su estuche de cuero. Simplemente, los nervios me están volviendo loca, e imagino que la siento.

Aunque hay cosas que no es necesario que imagine.

Me aferro al bolso, aprieto el paso, muevo la cabeza… intento por todos los medios alejar la imagen de mi cerebro. Pero ya es demasiado tarde: la ciudad entra en un silencio absoluto, los colores se apagan y yo ya no cruzo la calle…

Estamos, de nuevo, en tu cocina, tan asquerosamente limpia y pulcra como siempre… tú sentado en la mesa y yo parada frente a ti. Me miras en estupor, y con un movimiento lo escondes… sea lo que sea lo que me quieres ocultar. No sé por qué demonios lo haces, tampoco me importa. Ya deberías haberte dado cuenta de que lo sé todo.

No hallas qué hacer, no tienes idea de cómo explicarte. Creo que sabes que, digas lo que digas, no hará ninguna diferencia.

Saco con cuidado la daga, llorando. Tú también lloras: el destino nos acaba de conseguir a mitad de camino. Me duele, me duele muchísimo, pero tengo que hacerlo. Sabes que tengo que hacerlo… no esperarías otra cosa de mí.

Regreso al tiempo real y el mundo vuelve a encenderse. Me descubro a mí misma llorando. Pero por inercia, casi por arte de magia, llego a mi apartamento. Las lágrimas apenas me dejan ver, pero logro poner la llave en la cerradura y entrar.

Ya dentro, grito. Grito desesperadamente. Te grito a ti, le grito a ella. Me grito a mí. Lloro, pataleo, no puedo con mi propia histeria. Agonizo.

Me siento en el suelo y me enredo dentro de mí misma. Respiro entrecortadamente, nada tiene sentido, me arrepiento: me duele mi propia locura, y me come viva.

Pero sé lo que tengo que hacer.

De nuevo la saco de su escondite, al fondo del bolso, en su estuche de cuero. Lloro, tiemblo, me gana la histeria; pero, finalmente, hago el corte.

No soy fuerte, te necesito, dependo de ti. No sé vivir sin ti. ¿Por qué tuviste que complicarlo todo, mi vida? ¿No éramos felices? ¿Por qué tuviste que herirme, clavarme tu daga en la espalda…?

Casi bufo ante la idea. No había otra manera de hacerlo, no había otra manera de decirlo.

Me desvanezco entre la ironía. Y, atrapada en tu juego de poderes y en mi juego de palabras, muero.

-----------------------------------

Me salió la vena emo, ¿qué se le va a hacer?

La Copa



La copa cayó del brazo de la silla. Vi en cámara lenta los pedazos de vidrio como pequeños diamantes esparcirse en el aire con delicadeza y caer finalmente con un suave tintineo al suelo; luego el vino en su torrente de amargos rubíes de terciopelo se derramó gota por gota, como lágrimas de sangre en la madera, dejando pequeños charcos aquí y allá. La mitad inferior de la copa seguía allí, resistiéndose a romperse como el resto. Yo te miré y reí.

Sabía que te gustaba mi vestido negro, y cómo se ven mis piernas cuando las cruzo. Sabía que te gustaba verme fumar mientras te miraba con malicia. Por eso estaba ahí, en la esquina del sofá de cuero, sintiendo su textura áspera contra mis piernas y mi espalda desnuda, mirándote fijamente, con mi cigarro en los labios: esos labios oscuros que tanto te provocaban.

Dejé el cigarro en el cenicero y me levanté. Caminé lentamente hacia la ventana, escuchando el eco de mis tacones en el profundo vacío que el silencio entre nosotros producía. Eso también te gustaba, ¿verdad? El sonido de mis tacones. Sobre todo cuando los escuchabas en el pasillo; adivinabas mis pasos, te colabas en mi mente, sabías qué quería hacer solo con escuchar mis pasos vacilantes cerca de tu puerta.

La noche estaba serena y fría, el aire olía delicadamente a lluvia y a tu colonia. Esa colonia que me desarmaba y me dejaba a tu merced. Era muy fácil para ti doblegarme ¿sabías? La colonia, la corbata gris y la sonrisa de lado: con eso ya era tuya. Pero ya no. El olor de tu colonia se desvanecía, lentamente se mezclaba con el olor del vino y del cigarro y de la lluvia creando una amalgama placentera de cosas que fueron y ya no son ni serán jamás; como tu colonia, tu corbata gris y tu sonrisa.

Vencida por una debilidad momentánea fui hasta tu silla, aún caminando lentamente, sintiendo el bamboleo que producen los tacones, saboreando el eco. Me senté en tus piernas y te abracé con un último dejo de ternura. Sentí el roce de tu traje en mi piel; recordé la primera vez que me abrazaste. ¿La recordarías tú? Esa mañana soleada en la que me invitaste a bailar y me negué. ¿Se sintió bien obligarme? ¿Te gustó tomar mi brazo y abrazarme con violencia hasta que cedí? Apuesto a que te sentiste hombre; yo te sentí hombre. Y por eso estoy aquí, por eso estuve aquí todo este tiempo. Fue tu embrujo.

Tu respiración era serena y profunda. Siempre me tranquilizó escucharte respirar a mi lado, sentir cómo mi respiración se acompasaba con la tuya creando una sola y armoniosa exhalación. Pasé mi mano por tu suave rostro, sin una marca, ni una cicatriz ni una arruga. Ese rostro perfecto y liso de mirada lasciva y labios incitantes que tanto me asustaban y tanto me hicieron feliz en mi infelicidad auto inflingida. Me dolías, cariño. Me dueles aún, tal vez por eso te amo. Por tu aspereza y tu frialdad que tanto me hicieron apegarme a ti; por tu lejanía en cada beso que me hacia sentir odiada mientras al mismo tiempo no podías vivir sin mí. ¿Podré yo vivir sin ti?

Me levanté de tus piernas limpiando una lágrima negra y solitaria de mi mejilla. No tenía sentido llorar, ya todo acabó; lo sentí en el aire, mezclado a tu colonia y a la lluvia y al vino y al cigarro. La copa que dejaste caer seguía allí, a medio morir, a medio derramar: igual que nosotros, ese nosotros que nunca significó nada para ninguno pero que sin embargo era mi pilar de resistencia. Nosotros estábamos a medio morir. La copa de vino terminó de matarnos: a mí con tu partida y a ti con mi veneno. Pisé con la punta del tacón la mitad incólume de la copa, que tintineó agonizante, mientras escuchaba la nota trémula de tu última exhalación, como el final de una sinfonía de derrumbe, de Apocalipsis, de decadencia, de amor, dolor y muerte. Ya te fuiste. Ya terminamos. Morimos los dos mi amor, la copa nos asesinó, a ti con la muerte y a mí con un adiós.

Campo de muerte


Todo hubiera sido difícil incluso si los gases fétidos de las bombas no me hubieran cegado, pero era mi deber. Entre detonaciones ensordecedoras y polvos ardientes me abrí paso para llegar hasta ti. No por amor, no por valentía desmedida, sino porque pude ser yo.

Franqueé mil y un cadáveres persiguiendo tu cuerpo sin saber si estaba con o sin vida. Crucé mares de gritos ensordecedores que intentaban llevarme en su corriente y arrastrarme hasta el fondo de su tormento. Sentía balas penetrando mi piel con cada paso que daba, sabiendo que me jugaba la vida, que quizás no saldría vivo, que quizás no habría un yo que corriera la misma suerte que tú, pero tenía que llegar a ti, eres más fuerte que yo.

Las bombas caían tan cerca que me ensordecían. De repente el mundo se apagó, como si alguien le hubiera bajado el volumen, y ahí fue cuando lo escuché: el piano... Ese piano de cola negro que le regalé una navidad. ¡Cómo la amaba! Y qué bien tocaba, solo para mi, siempre para mi... a pesar de lo que pienses. Sus dedos se deslizaban como seda y sus labios sonreían al verme conmovido con cada nota.

En esto pensaba mientras mi mundo se acababa a mi alrededor, mientras tu perdías segundos de vida tirado en ese rincón de la trinchera, sangrando y desesperando porque pensabas que no habría un yo que te rescatara. Ya llego, ya llego...

Todo en cámara lenta; el ocre y sepia del mundo a mi alrededor se volvía más opaco, y seguía escuchando ese piano, que pasaba de tono dulce a presagio de tormenta y lentamente se me escapaba. Luchaba por devolverlo, necesitaba el sonido, necesitaba la sobriedad que me aportaba para poder llegar hasta ti, para devolverte a ella, muy a mi pesar.

Te vi. Acostado en la trinchera, aferrado a tu arma como siempre, como si fuera a salir corriendo y a volverse contra ti, aferrándote a ella como a tu vida. Me miraste con los ojos de par en par. ¿Te sorprendiste al ver que regresé por ti? Apuesto que sí, apuesto que ya fantaseabas con una muerte lenta, solitaria y dolorosa, viéndote reflejado en cada cadáver que caía frente a ti y viéndola a ella reflejada en cada gota de sangre que manaba de tu cuerpo.

Pero no fue así.

Te levantaste, me miraste desde arriba con ese aire de superioridad perenne tuyo que no supiste esconder ni cuando nuestra amistad era sincera. Caminaste hacia mí y te detuviste a tres pasos de distancia. Ya sin mirarme a los ojos recogiste el cadáver que yacía a tus pies y haciendo acopio de todas las fuerzas restantes en tu abatido cuerpo lo llevaste lejos de mí.

Te llamé, aun escuchando el piano que se alejaba lentamente y se despedía con sus dulces notas del campo de muerte y destrucción en el que yacíamos... Y lo vi... Tendido en tus brazos, con la mirada perdida fija en el cielo, como llamando a los ángeles en socorro, con la cara ensangrentada por una explosión interna, con los miembros lánguidos y ya inútiles. Miré hacia el rostro de la muerte reflejado en el mio propio. Ví como me cargabas con pesadez y me dejabas caer en el pozo, con el resto de los desdichados que, como yo, murieron por nada y para nadie. Encontré mi muerte tratando de salvarte de ella y miré directamente a su rostro, desolado, impasible, etéreo, nunca más de este mundo pero siempre en él, acechante y expectante.


For my nurse (K) Thanks 4 everything

Lo que se consigue uno...



Empezando a leer Yo, Fellini (I, Fellini) de Charlotte Chandler (una gran entrevista a Federico Fellini, claro), entre las primeras páginas me consigo una cita muy adecuada al momento - ésta del quasi padre del cine italiano:

"Nunca debería pensarse en un título al principio, sólo al final, y debería abarcar todo lo posible su tema. Si uno se limita demasiado pronto con un título, encontrará aquello que busca en vez de lo que es realmente interesante; así que hay que ir a ello con la mente abierta. Un título no te ayuda; te conduce."

Bravissimo, maestro!

Me hieres, me das placer. Te odio, te amo.


Me hieres, me das placer. Te odio, te amo.

Siento el olor a jabón y tu respiración en mi cuello… espero, escribo. Casi oigo tus músculos alinearse en una sonrisa, mientras lees la primera línea.

- ¿Me hieres, me das placer? – no te contienes y sueltas una risita suave -. Déjale el psicoanálisis fílmico a Resnais. A ti no te queda, querido Hiroshima.

Te volteas y te sientas en la cama, y yo te maldigo mentalmente, mientras pongo la línea en itálicas. Me conoces demasiado bien, odio que lo hagas. Odio en lo que te has convertido, el ser cínico y sarcástico que no tiene nada que ver con quien antes, al menos, te tomabas el tiempo de aparentar ser.

Siento cómo te mueves alrededor del cuarto y no puedo concentrarme en lo que escribo. Tu presencia me irrita. Eres la cosa que deambula a mi alrededor, que critica, que destroza, que me mata. Eres el fantasma del romance pasado.

Finalmente, me volteo a mirarte. Estás sentada en un sillón, de espaldas a mí, en tu bata de baño. Miras frente a ti y te peinas el pelo mojado. Sientes mi mirada y te volteas hacia mí.

- Ya no sé quién eres. ¿Acaso no recuerdas nada? – te digo. Y me dedicas esa media sonrisa burlona.

- Lo recuerdo todo, Hiroshima – dices, y te sigues peinando, aún con la vista fija en mí.

Cómo te detesto. Cada pedazo de ti, cada idea que tienes, cada recuerdo que representas, lo odio. Y más aún; me odio a mí mismo por haberte amado.

- ¿No queda una pizca de romanticismo en ti? – exploto – ¿Te has terminado de convertir en una completa arpía?

Y te ríes. Realmente, te ríes. Veo tus ojos azules, casi violetas, burlándose de mi vulnerabilidad.

- ¿Y tú quién te crees que eres? – dices cuando acaba tu estallido, aún dirigiéndome una sonrisa – ¿Alguna clase de héroe literario del siglo diecinueve?

- ¿Y quién se supone que tengo que ser? ¿Otro cínico que…?

- ¿Sois Lancelot? – preguntas, ignorándome. Gesticulas teatralmente, humillándome -. ¡Mas, perdonadme… me he equivocado de siglo! ¿El elegante y orgulloso señor Darcy, quizá? No, no sois él. ¿El cínico y amoroso Rhett Butler? No… ¡oh! ¡Oh, sois Heathcliff! ¡HEATHCLIFF!

- Te odio.

Me diriges una media sonrisa.

- O al menos así lo pareces – dices sin mirarme, y caminas hacia el closet.

- No te quiero aquí – digo a tu espalda. Asientes, sacas el vestido de flores que sabes que me encanta y con un movimiento te quitas la bata.

- Ya lo sé.

De nuevo me siento a escribir, decidido a no mirarte. Aún así, con el rabillo del ojo, noto cómo lentamente te amarras el vestido, sin ponerte ropa interior.

Nunca fue meramente sexual, nunca fue una simple atracción. La dulzura que irradiabas, tu romanticismo, tu inocencia pícara, tu inteligencia, era eso lo que me atraía a ti. Todo lo que ahora ha desaparecido, excepto ésta última, que usas para herirme.

- No creas por un momento que voy a extrañarte – le digo a mi teclado. Tú bufas.

- No dudes bajo ningún motivo que lo harás – tu voz se oye lejana de repente.

La puerta cierra detrás de ti. Ni siquiera te molestas en dar un portazo, sólo la cierras – no queda un solo gramo de pasión en tu ser.

Y así sales de mi vida. Me alegro. Un final vacío para un capítulo vacío, una historia sin subidas ni bajadas…

Aunque no es justo. Sí las hubo. Igual que los vi llenos de burla, también vi tus ojos en éxtasis, en agonía, en desolación, en felicidad absoluta. Te besé, te regañé, te acaricié, te grité, reí contigo y te amé con locura. Y lo podría seguir haciendo.

Oigo un trueno. Miro hacia la ventana, y veo cómo ha empezado a llover a cántaros. Ya no estás a la vista; habrá pasado media hora desde que te fuiste.

Mejor. No te extraño.

No extraño tu olor perenne a jabón, tu voz suave, tu sarcasmo. Lo odio. Odio que sea parte de ti, que sea lo único que queda de ti. Odio que tu caminar arruine mi día, odio no poderme concentrar cuando tú estás cerca, lo odio.

Odio que no pueda concentrarme tampoco ahora, que siga pensando en ti. Te odio por no odiarme, te odio por no amarme. Te odio por irte, te odio por haberte quedado tanto tiempo.

No, no es cierto. Sólo me odio a mí mismo. Ni siquiera; me compadezco por extrañarte, por no aguantarte y seguir queriéndote a mi lado. Por amarte aún, por amarte más todavía.

Veo cómo cae otro rayo frente a mi ventana, seguido por un trueno: se quema el bombillo.

Maldigo, y me levanto a prender la lámpara. Al encenderla, veo que entraste con el trueno… creo que las sombras no te dejan ver que sonrío.

Respiras con dificultad. Estás empapada hasta los huesos; el vestido se ha pegado a tu cuerpo y moldea cada centímetro de tu figura. Me miras a los ojos, y veo que los tuyos, los usualmente violetas, están rojos: en tu rostro, las lágrimas se confunden con el agua de lluvia.

- Sé quien quieras ser – me dices con la voz quebrada -. Sé Heathcliff, sé tú, sé Hiroshima, no me importa. Pero no me dejes ir.

- Nunca – te digo, y te doy un abrazo. Lentamente desabotono tu vestido, y te regreso tu bata.

Tú también sonríes, y otra lágrima corre por tu mejilla, mientras te la pones.

Vuelvo a sentarme y, de nuevo y como siempre, te escribo. Quizá algún día pueda separarme de ti, pero soy adicto a ti, a lo heterogéneo de tu humor, a tu pasión desapasionada, a tu sarcasmo hiriente.

Te sientas en mi regazo y me besas. Realmente sí te odio. Y no podría odiarte tanto si te amara menos.

Aqueronte



Comenzó como un espasmo, un pinchazo doloroso como una daga en el pecho. Luego el frío me caló hasta los huesos y la luz fue desapareciendo. La oscuridad me embargó, el mundo entero se apagó, pero el frío seguía ahí.

Y luego lo vi.

Un mundo gris de piedra húmeda y metales corroídos. El sonido del viento y un lejano gotear era lo único que escuchaba. Ahí, en una orilla cercana, estaba Aqueronte, con su cuerpo esquelético en el borde de su barca de madera, sus manos de cadáver en una vara y sus ojos hundidos fijos en mí.

- Sube- me dijo.

Así lo hice.

La barca se alejó de la orilla con un impulso de la vara del barquero. El agua estaba calma, negra y fría como la muerte. Cruzamos el río lentamente, sin prisa alguna. Aqueronte permanecía silencioso mientras yo miraba hacia el agua. Pude ver los restos del Argos, corroído y mutilado; aquel que un día fue grande hoy es solo escombros.

- ¿Por qué tuvo que morir?- pregunté

- Todos mueren- dijo Aqueronte- Todos cruzan el río.

- Mi nombre es…

- No tienes nombre aquí- interrumpió- Ya no eres, nunca serás y por todo lo que sé nunca fuiste. Aquí sólo son las piedras y el agua. Nunca tú, ni yo.

Miré de soslayo a las piedras. En lo alto del risco, donde debería estar el cielo, había personas que se aferraban al borde tratando de no caer.

- No entienden- dijo Aqueronte siguiendo mi mirada- Pasan su vida preguntándose que hacen arriba y sin embargo no se dejan caer.

- ¿Qué hacemos allá?

- Vivir.

- ¿Para qué?

- Para morir

El viaje terminó en silencio. Aqueronte llevó la barca hasta la otra orilla, donde las piedras eran negras y el aire aun más frío. Alargó su mano hacia mí y me miró con sus ojos sin brillo. Tomé las monedas que habían dejado en mis ojos.

- Dos monedas para el barquero- dije, y las deposité en sus manos cadavéricas.

Continué mi camino por la cueva, escuchando susurros detrás de cada piedra. El viento helado los traía consigo desde el fondo del camino; el aliento de la muerte trae gritos de aquellos que ya no están, ni estuvieron, ni estarán de nuevo.

Una figura negra franqueaba mi camino. Hades, el Señor del Inframundo, extendía su mano hacia mí. La tomé y sentí que el frío de apoderaba de mi. Miré a sus ojos de abismo y me sentí caer, preso de un dolor profundo, ya no corporal sino infinito; un dolor que presionaba mi alma, el alma que él estaba a punto de llevarse.

Caí en un pozo profundo, lleno de rostros perdidos y hace tiempo olvidados. Floté escuchando gemir a las almas que compartían mi muerte, gemí con ellos. Fui un rostro más en el pozo, otra alma perdida que vivió para morir, murió, y ya no es, ni fue, ni será jamás.

Ah, el título…



Pienso que, aparte de las grandes preguntas existenciales que se hace cada quien a lo largo de su vida (¿Ser o no ser? ¿Fue primero el huevo o la gallina?) hay una básica, importante, constante, que tanto a Delia y a mi nos ha perseguido a lo largo de los años: ¿qué puto título le voy a poner a esta porquería?


Durante todo este tiempo hemos intentado en vano conseguir títulos impactantes, algo que refleje el alma de nuestras creaciones... pero siempre nos da ladilla y lo dejamos en N/T.

¿Y por qué un blog creado por nosotras habría de ser distinto? Salido de una decisión impulsiva (como todo lo demás, muchas gracias), sale el pequeño homenaje a… ¿qué exactamente? ¿Nuestros intentos, fallidos en la mayoría de los casos, de ser publicadas? ¿La cultura pop? ¿Los delirios adolescentes? No, en serio, a quién le importa. ¿Pero verdad que está lindísimo?

En todo caso, nuestro blog es una oda a la boingnedad, la blanedad y a todas las demas palabras que Vity ha inventado por ocio y que yo uso porque son divertidas... En fin, enjoy!

Firma:

Apple & ViceaApple, Inc.


P.S.: Y por cierto, loca, se escribe “blahnedad"... Y sí, enjoy!

起死回生

起死回生
Wake from death and return to life

Facebook Widget

Seguidores