Baila...


Primera posición. Demi plié. Plié. Punta y salto. La bailarina cayó grácil en punta sobre el eje del reloj. En punta extendió los brazos, en punta tomó impulso y comenzó a girar. Sus giros dieron cuerda al reloj. Sus tres manecillas comenzaron a girar en el vacío acuoso; tic-tac, tic-tac, en eco retumbante que hacía vibrar el espacio. Ella bailó sobre las horas que pasaban lentas y pesadas. Estiró los brazos y las piernas, estiró su cuello y levantó la punta de la nariz en dirección al zénit.

Segunda posición. Demi plié. Plié. Punta y salto. La bailarina cayó grácil sobre los minutos, rápidos y delgados. Los recorrió de eje a filo, de filo a eje, formando un arco con sus brazos sobre su cabeza, como un marco de puerta hacía el vacío o hacia quién sabe dónde. Levantó las piernas, estiró los brazos, dejó caer sus delicadas manos con los dedos en aparente relajación.

Quinta posición. Demi plié. Plié. Punta y salto. La bailarina cae sobre los segundos; veloces e inexpectantes, a su propio ritmo. Ella se adapta; baila, baila en caótica precisión, en perfecto balance sobre el delgado filo de navaja. La brisa mueve su falda, sus manos punzan el aire y crean ondas de color en el negro acuoso. Una sinfonía de reflejos de color en el teatro vacío del tiempo.

Primera posición. Demi plié. Plié. Punta y salto. La bailarina cae grácil sobre el eje. Observa las agujas afiladas cortando el vacío. Tomó impulso y giró en sentido contrario a las horas, a los minutos, a los segundos. Absorbió la cuerda del reloj. Las manecillas se detuvieron. En el vacío amaneció. Los reflejos de color se evaporaron. La nada ya no es la nada.

La Sombra


Una puerta de hierro, aparentemente infranqueable. Una que ha estado ahí siempre… que no se veía a simple vista pero, una vez te acercabas, era tan inmensa que no quedaba más que preguntarse cómo no se había visto desde un principio. Puerta que, se sospechaba, ocultaba tras sí aspectos tan intensos que eran incontrolables, hasta convertirse en una sombra casi demoníaca.

Llegó un hombre alto y se posó frente a la puerta. Era mera casualidad: tan sólo se había parado ahí porque estaba en su camino, y se encontraría con alguien frente a ella. Pero la sombra no sabía eso y, en su ansia de salir, miró al hombre a través de la rendija, con pena. Él le dirigió su mejor sonrisa… la sombra, desesperada por ser descubierta, puso toda su confianza en él y se entregó a la luz del día.

Era un seductor y la sombra lo sabía. Sabía y negaba. Pero necesitaba salir, porque el hierro empezaba a oxidarse dentro de su corazón, pudriéndola a pedazos, revolviendo su oscuridad.

La sombra le abrió sus pasiones incontrolables… las que renacían al morir y consumían por completo:

La pasión sexual, que emitía ondas de calor tan intensas que filtraba fuego real a través de sus poros. La pasión posesiva, que lo envolvía casi físicamente. Y la pasión gutural, que controlaba todas las demás: que salía del estómago, alimentando cada célula y tangibilizando a la sombra, poco a poco; hasta que ésta quedó en carne y hueso, como una mujer desnuda.

El hombre se encogió de hombros y siguió su camino: la persona a la que esperaba había llegado al encuentro, así que ya no necesitaba pararse frente a la casa de la mujer desnuda.

La mujer quedó sola, desnuda y sola, en el sitio en el que había quedado la sombra de él. Estaba devastada: había entregado su existencia al seductor, y ahora se sentía perdida, sin rumbo, sintiéndose más sombra que nunca.

Como alma en pena, la mujer, siempre desnuda, llegó a un río. Casi sin pensarlo, en tanto temblaba, se sumergió en él… y, mientras empezaba a notar que no se desvanecía (como lo hacen las sombras al tocar agua), vio una pluma blanca y pequeña. La pluma era llevada por el viento, ligera y sin rumbo, hasta posarse en su mano. Ella la miró, ahí en su palma y sonrió: la pluma susurraba viejas palabras, de esas que había oído a través de su puerta de hierro, en tanto añoraba el mundo de las luces sin estar lista para salir a él.

La pluma, entonces, voló nuevamente, dirigiéndose a tierras más áridas: ya había cumplido su cometido del momento, y acaso volvería alguna vez.

La mujer vio, finalmente, que ya no era una sombra y nunca volvería a serlo… porque el camino de la carne es más atractivo y hermoso que el de las sombras cargadas de óxido. Porque su seductor no había sido más que una puerta en sí mismo, un pase a la humanidad: un filtro.

Consciente de su desnudez y la belleza salvaje en ella contenida, regresó a casa con paso firme; su alma presente y, a un tiempo, volando con la pluma blanca.

Al llegar frente a su antigua prisión, el visage había cambiado: la puerta, antes de hierro, era ahora una cortina de cuentas azules, que contenían los mismos sonidos del mar.

La mujer sonrió y, haciendo las paces con su anterior opresor, entró a casa: nunca había sido presa de nadie excepto ella misma.


Baila, baila, baila


El conejito con el tambor va saltando de un mundo al otro: del de las verdades al de las ficciones. A veces el último parece más real que el primero… pero da igual, aquí nadie está para juzgarlos.

En el primero las figuras son tangibles, los colores concretos, los planes son realizados; en el segundo los sonidos se distorsionan en sinfonías sin métrica y las normas se desvanecen.

Nacen en conjunto, como gemelos fraternos: comparten rasgos, pero no son iguales. Sin el palpable, los sueños no serían necesarios; y, sin el onírico, el palpable estaría cubierto por ese tenue velo que filtra la belleza. A veces, ambos se encuentran, en esa línea que separa el mundo real del onírico… cuando el conejito toca la canción de Piaf: padam, padam, padam.

Saltando de un mundo al otro, boing, boing, boing: flotando entre versos de Lorca y caminando por tierra firme, todo al mismo tiempo. Descubriendo que realmente no hay tal frontera entre uno y otro, ya que los límites, como en los mapas, son imaginarios.

Así que el conejito está en ambos planos, porque son el mismo. Quizá no toque el tambor, pero realmente sí lo hace… y ya qué más: sigue su marcha y baila, baila, baila.


Mi París Anacrónico


A las seis de la tarde del viernes el jorobado hala las cuerdas que hacen cantar a sus Tres Marías entre las gárgolas sonrientes de Notre Dame; ellas le cuentan que han visto a su gitana bailando sobre los puentes del Sena. Mientras, en los jardines de Luxemburgo el Caronte oxidado de la laguna del ala este boga en su barca de fierro, observado por Felipe el Hermoso que lanza nostálgico monedas de oro al agua, recordando esos días en que le puso un par en los ojos a Jacques de Molay pra asegurar su viaje. Del otro lado Max Demian observa y piensa en Caín.

Y Gringoire canta, canta au borde de la Seine, en la riviera derecha. Canta le prince des rues de Paris a quien quiera escucharlo, al asfalto, las estrellas y los gatos negros, y observa bailar a los que se le acercan, embrujados por el polvo de hadas del aire mortecino del atardecer.

Yo respiro las campanadas, caminando por los callejones de St. Germain de Pres. Me acompañan los cuatro tramos de escalera que llevan a mi apartamento. De ahí se escucha a Garou cantando bajo la ventana de mi mamá. En el apartamento contíguo mamman Victoire le responde con su ópera favorita y la sonrisa irónica a flor de piel.

En les Deux Maggots Dalí toma un capuccino y se afila el bigote -aquí nunca se desdibujará- y grita a todo pulmón "L'Odeon c'est le centre du monde!". Amen, autos ephas, o como prefieran. Mientras, los turistas hacen el camino que lleva a St. Sulpice para rezar en su manera particular a sus dioses paganos del credo de su elección, como debe ser. Napoleón camina en zancos por las Tulerias y Sade se pasea en sus leotardos piropeando a todo ser vivo que se le cruce.

Yo, lista al fin, salgo de mi cuarto, bajo las escaleras y paseo por las calles, lejos de los rincones oscuros que huelen a alcohol en esa tierra de nadie entre St. Germain y St. Michel. Esos cuartos a media luz. Y llego al centro del mundo, Dalí tenía razón, donde están todos: pasados, presentes y futuros. "A bailar al Sena". Sobre las aguas, con el gargouille, bajo las estrellas.

Sur la lune de Paris.



PD: Idea de Vuty copiada por mi, versión "Clase de Derecho Laboral"

Tu imposible


Quiero ser tu imposible:
ese matiz de magia
eterno, sagrado
que guíe tu camino
estando sin estar.


Quiero ser tu imposible,
cuyo recuerdo te aceche de pronto

bajo las estrellas

o entre luces de neón
;
haciéndote sentir, sentir, sentir.

Quiero ser tu imposible,

el fantasma de tus ilusiones:

las pasadas, las presentes y las futuras;
desde el Congo, Irlanda y Abu Dabi.

No el amor pasado y fallido,

que se alimenta del recuerdo
,
atrapado en un momento por siempre perdido;
no el amor presente y vivo
,
que se alimenta de palabras y caricias,
conteniendo pasiones intensas pero efímeras;

y mucho menos el amor futuro y estable,

el que vive en los suburbios,
con los niños y el gato.


No, ninguno de los anteriores...


Conviérteme en musa,

en tu sinfonía por componer,
en tu Emperatriz de sueños

en tu esperanza, en tu hada:

en tu posteridad.

Quiero ser tu imposible,

¿acaso es tanto pedir,
un pedacito de tu eternidad?

Subirme a la luna:

ser a veces llena

y a veces menguante...
Y esperar a que me bajes,

de vez en cuando

al divino Infierno,

al Divino infierno,
al Divino Infierno.

Mi París anacrónico


Hagamos un viaje ambos, o los tres, o los cinco:

Recorramos, por separado para terminar juntos, el París de los sueños: el poblado de estrellas, con la luna que canta ópera; el que tendremos siempre.

Caminando a orillas del Sena (aunque es femenina; sólo en París, sólo en París), viendo la caída de las hojas marrones de los árboles impúdicos, que se desnudan lentamente. Hay un frío que cala en el alma, sí, y viene con una lluviecita precisa y aguda; pero no pasa nada, es París, y así debe ser. El otoño es inescapable, mientras estemos nosotros.

Aquí en St. Michel, justo al borde del río y debajo de la catedral, Audrey cometió un error grácil (claro, Audrey no puede ser nada menos que grácil) y llenó a Cary de helado. Jesse y Céline los ven desde el bateau turístico, mientras hablan de aquella noche en Viena nueve años atrás, rodeados de su aura de nostalgia.

Nina Simone menea su existencia – click, click, click, click; está en concierto, y el gnomo de Amélie es el primero en comprar su entrada. Uf, qué envidia, lleva más mundo recorrido que todos nosotros juntos.

Me acabo de conseguir a Brando, quien mira la ciudad con aire de angustia. Para él siempre es invierno o quizás verano; el otoño, la primavera y, en general, los puntos medios, no van con él. No, no; con Brando va la mantequilla y los amores de ascensor. Capaz y que acompañado por el gnomo de Amélie, y todo – al muchacho le gusta experimentar.

Sigo el recorrido y me topo con Gene Kelly, que se toma un café en Montmartre. Bailo con él, ¿cómo no? Aunque no sepa bailar. Da igual, los zapatos mágicos hacen el truco por sí mismos, al igual que Gene Kelly; Ewan va pasando y se nos une en canción, recordando a su Marguerite Gautier de diamantes.

Convergen todos en ese París anacrónico de atmósferas variadas, guiados por Rick e Ilse, quienes vivieron su tiempo eterno cuando los alemanes llevaban gris, y ella azul. Ese París que, a pesar de haber sido creado en Burbank, sigue siendo más eterno que el real e innombrable.

Gringoire está parado en la plaza de la Catedral, narrando la historia de las campanas del jorobado, las que gimen por su gitana. Entonces, sin habernos dado cita, nos conseguimos todos justo al cruzar el puente, hojeando páginas viejas en la Shakespeare & Co.

No hacen falta palabras, porque ya sabemos que es justo ahí cuando realmente comienza la travesía.


起死回生

起死回生
Wake from death and return to life

Facebook Widget

Seguidores