Postal de África


El rumor de tu acento llega a mi oído, ligero, distante. Sale de las palabras de tus cartas y huele a arena desértica y a cuerpos sudando; suena a tambores, y a todos los clichés de películas que tú mismo me enseñaste.

La vista es verde, toda ella, por supuesto; porque lo cargas contigo, siempre, con tu acento. Pero tú, sólo tú, posees todos los colores del arcoíris, y esperas tras él. Me esperas a mí, te esperas a ti mismo.

No cuesta imaginarlo, no cuesta en absoluto. Pero todos los momentos se confunden en uno: tu violín, tu sonrisa, la iguana, las palabras de Bogart, el tililín de las llaves del Buick… incluso el queso con moho. Hasta el huracán, cerca de O’Hare, con ella; con ella, que pudo haber sido llevada por éste mientras Dorothy la veía desde su ventana. Pero no lo hizo, y está contigo, mientras Nueva Orleans se desvanece.

No, no cuesta imaginarlo. En las noches claras, llenas de estrellas de África, cuando susurran los tréboles. Aquellos en tu cabeza, que extrañan el hogar, sin recordar cuál era: si las noches de viento invernal de Chicago o la granja de Galway. O sólo ella, y los niños, y mamá, y el otoño, y el perro.

Y reaparece Bogart. Porque sólo estuvo después de ti, como Peter Pan. Como Sirio, guiando el camino. Como todo lo que el viento se llevó. Como la misma vida, antes y después.

Yo llegué tarde, pero tú crees haber hecho lo mismo. No está el violín, no está mamá, no está ella. Está la escopeta, persiguiéndote, recordándote que sigues vivo, a pesar de que no estés tú, a veces.

Resuena la conversación de los cuatro: las tres chicas y tú, acerca de Mao Tse Tung, por aquella tarea. Qué tontería, no sabíamos nada, y tú tampoco. Ella sí sabía, reía, y decía tu nombre impronunciable seguido de un “ara be whist”. Qué de tiempo, qué de tiempo.

El tililín de las llaves del Buick, de nuevo. Que si me hacían daño, llegabas acá a atropellar a alguien y lanzarle una iguana, cruzando el océano con tu cacharro. Tililín, glú, tililín. Qué tonto, perro guardián. Siempre ahí, no realmente.

Y la visa, ¿qué visa? Para ir a la boda. Detrás de un arbusto, porque, claro, sino no sería yo; pero que me lleven comida o desato mi ira. Ninguna ira, no contigo, pero puedo inventarla. Tú ríes; y tu violín. Eléctrico, qué loquera.

El rumor de tu acento y el movimiento de los recuerdos de repente resuenan demasiado fuerte. Es el “es muss sein” de Beethoven; es tu violín. ¿Ese arreglo tiene violín? No importa, ahora lo tiene, y lo tocas tú, con furia, como flagelando a Molly. Retumba en mi oído, me vuelve loca y me hace llorar al compás. Es muss sein, es muss sein, es muss sein.

Finalmente, el rumor vuelve a ser un rumor. Todavía no - por condena, toca pasar por el Infierno antes de llegar al Paraíso… con Virgilio, hacia Beatriz. Bogart se pierde en la niebla y sólo se ve su gabardina; y tú te desvaneces entre tus palabras, hasta la próxima vez.

Eventualmente llegará otra postal de África, grà.


N/T




El sol abrasaba con fuerza mi piel. El aire estaba viciado, pesado. La tierra hervía bajo mis pies. La aridez, la sequía, el calor. Y lo que me quema por dentro.

Mis fuerzas flaquean; mi cuerpo tiembla. Caí de rodillas sobre la tierra, agrietada y sedienta -la tierra o yo. Frente a mi está la puerta abierta de par en par, tendiéndome sus brazos. Del otro lado todo es negro. Siento la frescura que su oscuridad emana; su profundidad me abruma. Y me fascina.

Pero las fuerzas me fallan. Las rodillas me traicionan. La tierra las llama y ellas obedecen. Se pegan al piso que hierve, tan sólido. Las siento sangrar. La tierra sedienta se bebe mi sangre pero no se sacia. "Llora", pero no puedo. Ni siquiera eso. Ni cruzar la puerta, ni levantarme, ni mirar atrás, ni limpiarme la sangre.

"Llora. Por favor. Llora. ¡Grita! ¡Revuélcate en la arena! ¡Lo que sea!". Pero mis rodillas siguen contra el piso, espalda erguida, cabeza baja y ojos vacíos. El otro lado huele a lluvia, el viento que sale de la puerta abierta me acaricia la cara. Fluye.

Y como el viento fluyó una lágrima. Nació en el vientre, subió hasta el pecho, se cargó de odio y llegó a mi rostro. Salió roja de la punta interna de mi ojo izquierdo. Y quemó todo el camino. Recorrió lentamente la línea que siempre siguen mis lágrimas: bajando onduladas por mi mejilla. Y la tierra dejó de beberse mi sangre. Sentí mis fuerzas volver. Sentí la brisa del otro lado de la puerta más fuerte, llamándome en susurros.

Sonreí.

Y llegó una sombra. Se arrodilló a mi lado, "no llores". Abrí la boca y no emití sonido. No tuve nada que decir. No dije nada. Con su dedo índice detuvo la lágrima roja, a medio camino en la mejilla, y con cuidado la deslizó hasta mi ojo izquierdo. "No tienes porque llorar". La lágrima volvió por donde vino: entró en mi ojo, bajó hasta el pecho, soltó todo el odio y llegó a mi vientre.

La tierra bebe mi sangre de nuevo. "Ven, hagámos que llueva". Se levantó y me tendió la mano. Lo miré, miré al sol. Miré la tierra, miré la fría oscuridad del otro lado.

Bajé la mirada, cerré los ojos y sangré.

Las tres hojas


Es un mundo mágico y surreal, a pesar de ser más vívido que la vida misma. Los colores en él cambian según quién o qué los mire, y eso siendo completamente nítidos, en absoluto tornasolados; es todo cuestión de personalidades y posiciones.

Mundo de realidades en el ensueño y la perspectiva.

Existe ahí un árbol extrañísimo, de colores más vívidos que todas las demás cosas. Es un árbol que tiene su propio viento; viento que, aunque apenas roza a quienes se acercan, los marca de por vida, hasta el punto de que hay algunos que intentan hacerse con sus hojas hasta la muerte.

En realidad, en este mundo sólo puede existir un espécimen de ese árbol a la vez. El otoño siguiente a haber crecido en su plenitud, caen sus hojas; siempre son tres, y sólo tres. Una vez éstas caen, el árbol se mezcla con su viento, desvaneciéndose; entonces, las tres hojas toman impulso y empiezan su recorrido.

Dos de ellas siguen al viento y vuelan en él, aunque por caminos distintos; la otra, baja al río y casi se diluye en el mismo. En el aire, van por lluvia, nieve, pájaros irreverentes; en el agua, los peces mordisquean los bordes, pero nunca el centro.

A veces las tres hojas se consiguen; lo más raro es que al principio sólo lo hacen planeando en tierra, fuera de sus elementos y en grupos de dos. Empiezan a tener caminos paralelos, parecidos; hasta que, finalmente, se consiguen las tres… y, a pesar de estar en tierra, su magia conjunta les construye agua y aire; forman constelaciones terrenales. La de agua se moldea a la magia individual de aire y aire, y se vaporiza con ambas, por separado y en conjunto; pero, el viento nunca se toca a menos que sea en remolino, así que aire y aire apenas se rozan sin rozarse.

Así pasan una vida humana, entre encuentros y desencuentros, constantes en su inconstancia. Eventualmente, bajo distintos tempos, las tres hojas llegan a un mismo sitio, tocando tierra realmente por vez primera. De esta manera, se hunden en ella… y germina otro árbol.

Con resonancia eterna, empieza el ciclo una vez más.


Cercanía


Cerró la puerta de su cuarto. Se quitó toda la ropa de encima. Apagó la luz y el televisor. Se acostó boca arriba en su cama. "Rápido, antes de que se vaya". Cerró los ojos y, vagamente, empezó a reconstruir. Noche, aire, olores. Su perfume, su textura, sus matices. La punción de su mirada, la incertidumbre que causaba la negrura de sus ojos. El grosor de su silencio. Las palabras: su olor, sus matices, su textura.

La cercanía.

Levantó su mano y, con calma, lento, para no perder su reconstrucción, la llevó hasta su cara. Tocó la punta de su nariz, sintió la textura de sus dedos, distinta pero suficiente. Acercó su palma lo más que pudo hasta sus labios. "Así fue". Tan cerca de los labios de él que los sentía sin tocarlos; sentía su sabor, olía su aliento, la envolvía. Pero en realidad no sentía sus labios. "Así fue". Así quería recordarlo, imitarlo. Hasta ahí quedó. Sin saber nada y sabiéndolo todo.

Sintió el familiar dolor en las costillas. Se incorporó sabiendo que estaba listo. Tosió con fuerza y el cristal se desprendió del interior de su pecho, viajó por la garganta, a través del nudo, y paró en la almohada. Pequeñito, no más que una lágrima. La cápsula de una emoción.

Se levantó de la cama y puso el cristal en el frasco, junto con los otros tres de ese mes. El sábado a las tres de la tarde disolvió los cristales en un vaso de agua. Se tornó brillante y azulado. Bebió del agua hasta la última gota y se embriagó. Se embriagó de cristales de lágrimas no derramadas, de clímax inacabados, de miradas huidas. Se embriagó de incertidumbre, del deseo de no saber, de expectativa.

Aire




Sin que él se diera cuenta, le robó el nombre, se lo guardó en el bolsillo y cerró la puerta. Fuerte, para luego sentir remordimiento. Aposta. No hubo beso de despedida.

En su cuarto abrió una cajita azul, sacó de ella un bolígrafo viejo, mordido en la punta. Sacó su nombre del bolsillo y lo vertió en el bolígrafo. Sacó de la cajita azul un cigarro y escribió el nombre con la tinta de sí mismo sbre uno de los lados, encima de la marca, en color negro.

Sacó un fósforo de la cajita azul, fue a la ventana y encendió el cigarro. Quemó la palabra poco a poco, inhaló la tinta a bocanadas, sopló la escencia en remedos de suspiro. El ser del nombre se mezcló con la nicotina que expulsó de sus pulmones. Afuera, lejos, con el aire. Se volvió aire, y después de quemarse volvió a sí misma, y se alejó del nombre.

El hielo


Los amantes se intentaban acercar, pero una pared de hielo se los impedía. Se miraban a los ojos y alargaban sus manos hacia el otro, pero no lograban más que conectar las formas de sus dedos a través del hielo, en una sincronía perfecta. Se miraban, y se miraban, y, al cabo de una eternidad, dejaron incluso de maldecir al vidrio por separarlos: el deseo de amarse era más fuerte que el odio, y muchísimo más poderoso que la molestia que causaba la distancia.


De repente cayeron en cuenta de que no había tal pared, y que no había existido nunca. Ni siquiera habían cuatro manos, sino sólo dos, y no era por la sincronía de sus movimientos, puesto que iba más allá de eso: eran, y sin saberlo siempre habían sido, parte de una misma esencia y complementos en sí mismos… porque contenían el claroscuro, la belleza-fealdad, el vacío-profundidad, e incluso el amor-odio.


Por un momento, ella sintió miedo. Porque temía ser apresada en la complementación y perderse a sí misma… pero luego recapacitó. Porque él, estando, nunca estuvo; porque él era ella, y ella era él, aún separados; porque nunca estarían realmente juntos a pesar de ser uno solo en las profundidades de lo eterno.



De las historias por ser escritas


Realmente me molesta esa perfección. Y lo hace porque sé que, siendo posible mas no probable, es completamente cierta; porque no es la perfección convencional, ni la superficial, ni tan siquiera la lógica: es la mía. Esa que es demente, absurda, llena de tropezones y tan, pero tan humana. La que nadie en su sano juicio se inventaría, porque realmente es más imperfecta que todo lo demás.

Es esa que, siendo completamente humana, se vuelve inmortal... porque trasciende la misma existencia por ser un improbable onírico, un ideal y al mismo tiempo un parámetro; una historia que espera ser contada.

Me molesta la perfección, quizá por sentirla inalcanzable... pero la agradezco. Porque es una constelación que guía el camino, que abre la ventana de lo infinitamente posible; porque es el recordatorio perenne de la magia.


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Para quien ha sido una inspiración por muchos años... y para quienes entienden.


起死回生

起死回生
Wake from death and return to life

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