Claros, claritos



Vamos a estar claros: de unos años para acá, el fanatismo y la certidumbre universal de la posesión de la verdad se han apoderado del plano político venezolano. Y lo han hecho de una manera contundente y expansiva: de esa fuente ha salido la vida social de nuestro país, hasta el punto en el que hay gente que tan sólo acepta dentro de su círculo social a personas de una u otra tendencia política, “para evitarse las peleas”.

Es más, estamos en confianza, y podemos ser más claros todavía, así, bien transparentes.

Seamos conscientes de que hay un tipo en Miraflores con impresionantes habilidades oratorias que es el núcleo y centro de la vida de un gran porcentaje de hijos de Venezuela; hijos que pueden defenderlo a capa y espada con la misma pasión con la que pueden detestarlo a muerte.

Bueno, perfecto. Me siento así, como… más aliviada. Ese es el primer paso, siempre: admitir que tenemos un problema.

Pero, aquí va la pequeña bomba: nuestro problema no se llama Hugo Rafael Chávez Frías. No, no… ese señor es un error histórico, un grumito más en la imperfecta línea llamada Historia de Venezuela. Es más, ya de una: es una consecuencia lógica y hasta necesaria de todo lo que se fue amontonando en la denominada cuarta república.

Ya oí la queja de muchas personas, que creo que acaban de decir algo feo acerca de mi mamá. Y de paso, me llamaron chavista, vendida, pseudo revolucionaria, comunista, y un montón de cosas que me llegan con interferencia al oído.

Bueno, mala suerte; las cosas hay que decirlas y no podemos seguir esperando al Mesías que va a venir a arreglar el desastre. Así que continúo.

El problema no es Chávez… Chávez, de hecho, es una consecuencia, no una causa. Recordemos que fue Venezuela quien votó por él, y es Venezuela la que sigue votando por él. Y le envío un latigazo cerebral al primero que se le ocurra pensar en la palabra “fraude”, porque vamos, es muy fácil culpar al sistema electoral.

Así que ahí de una descartamos a dos sospechosos: nuestro Presidente y nuestro Poder Electoral. Uy, ya va, que se nos empieza a poner difícil la cosa. Bueno, bueno, todo se arregla… ¿es La Hojilla, verdad? No, no. ¡Lina Ron! Nah, tampoco. Ajá, entonces, vámonos pa’l otro lado: ¿Venevisión? ¿El tipo gritón de la mañanita en RCTV?

No nos caigamos a cuentos; para conseguir al responsable no hay que ir más allá del espejo que tengamos más cerca. Porque fuimos nosotros, fue Venezuela, la que creó este desastre.

Lo creamos votando por los mismos políticos que se lanzaban y relanzaban una y otra vez, hasta llegar a un Rafael Caldera que necesitaba que alguien le sostuviera el saco cuando se quedaba parado, siendo Presidente; lo creamos al permitir que el sistema se nos pudriera entre las manos, en un bipartidismo que se convirtió en unipartidismo cuando ya no se diferenciaban los unos de los otros en más que gamas de colores; lo creamos calándonos la misma desidia, porque llegamos a acostumbrarnos al mal funcionamiento, a la burocracia enredada e ineficaz, al político de oficio que no tiene valores sino una cartera bien ancha en la que caben todos los hijos del partido, en filita, y pidiendo la bendición a Papá “Democracia”, como buenos muchachos.

Venezuela: el problema, el desastre, somos nosotros. Y ya basta, basta, de culpar al gobernante de turno por nuestra propia falta de consciencia política. Porque, hasta que no empecemos a conocer el país como es en el fondo, y no lo veamos como todo lo que es, no vamos a estar claros de qué puede llegar a ser.

Es entendible… realmente la vida se nos hizo demasiado fácil. Somos un país con todas las ventajas: un clima tropical maravilloso, en el que sin embargo caben desde las playas más calientes, a la selva más exótica, al paisaje andino más romántico; una ubicación geográfica envidiable, que conecta dos hemisferios que vienen a representar casi mundos paralelos; tierras fértiles a lo largo del territorio… y una fuente de energía llamada petróleo que, casualidades de la vida, es la sustancia que mueve al mundo.

Es más, de ñapita, como si fuera poco, de paso ganamos concursos de Miss Universo.

Por todas esas razones, nunca necesitamos esa cosa llamada “cultura al trabajo”. Así que simplemente esperábamos, (im)pacientemente, a que los políticos cubrieran todas nuestras necesidades. ¿Y cómo se cubrían? Pues, fácil: nos entregaban un billete, o nos daban un almuerzo, o nos llevaban y nos traían. Y así compraron nuestro voto, con todo lo que esto conlleva… la donación, ciega y sin creencia, de aquello que constituye verdaderamente el ser parte de un Estado: la soberanía que recae sobre todos y cada uno de sus ciudadanos.

Bueno, está bien, estamos siendo honestos y, de nuevo, claros. Así que admito que el párrafo anterior no tiene razón real de estar en pretérito: para la gran mayoría de venezolanos, ésta sigue siendo la realidad.

Es aquí donde se termina el análisis clínico y hasta cínico, y entra el llamado.

Porque, de verdad… no hay ninguna necesidad de esa sea nuestra realidad. Tenemos todos los elementos para ser un país fantástico… pero nos vamos a quedar estancados en lo mismo hasta que sepamos lo que podemos llegar a ser. Porque, realmente, la consciencia es el primer paso: es ella quien permite el mérito.

Recordemos que lo que tenemos entre manos es un país, una olla a presión llena de vidas. Una olla que pide limpieza, porque se está cocinando a fuego lento desde hace quinientos años, y puede que explote en cualquier momento.

Recordemos que el punto no es atacar a un ente, o a muchos: es, si éste no nos convence, crear una alternativa. De la boca para afuera, una vez más, las cosas son muy fáciles… pero, cuando hablamos de un Estado, los cambios se logran en las mentes, antes que nada, para que después se vayan reflejando, poquito a poquito, en las calles, en las leyes… y, finalmente, cuando todas las condiciones estén dadas, en los gobernantes.

Quemada por el Tiempo


La rodilla rechinó ligeramente al doblar la pierna para impulsar su cuerpo hacia arriba. Sus brazos cansados aceptaban a regañadientes levantar su propio peso. Finalmente franqueó el muro.
Con un suave clic el cerrojo de la puerta cedió; chirrió un poco en sus goznes al abrirse. Los vellos de su cuello se crisparon como los de un gato. El miedo recorrió frío por sus venas en tres segundos y lentamente cedió. “Tú revisa los cuartos, yo voy empezando aquí”.
Otro leve clic y el picaporte de la puerta del pasillo cedió también. La impulsó rápido con su brazo haciendo presión hacia abajo para evitar que chirriaran las bisagras oxidadas. Para evitar la inyección fría en las venas. Entró en la penumbra, tanteando el aire con los dedos y los pies, sintiendo vibraciones como una serpiente.
Todas las puertas estaban cerradas. Sintió un leve rumor, voces detrás de una de las puertas, a la derecha, dos metros más adelante. La inyección fría de nuevo. Lentamente, temiendo que el movimiento del aire alertara a las voces, llevó su mano derecha al bolsillo trasero del pantalón. El acero del cuchillo brilló sólo por un momento. La base de su espalda se tensó.
Se acercó a la puerta, no tenía seguro. Torció el picaporte y presionó hacia abajo. Abrió con el cuchillo por delante y el miedo a sus espaldas, agazapado en la oscuridad, acechante. Entró con un salto sigiloso y apuntó el cuchillo hacia la televisión encendida. Bajó la guardia y no pudo suprimir una sonrisa. Quédate donde estás, miedo. Bajó la mirada un poco ruborizado y repasó en diez dedos del pie pintados de rojo.
Dio un salto hacia atrás. El miedo saltó desde la penumbra y le desgarró por dentro. Los dedos rojos pertenecían a una mujer anciana acostada en la cama cerca de la puerta. Tenía unos pequeños pies juntos, las manos delicadamente cruzadas sobre su regazo y el rostro casi terso relajado en una leve sonrisa. Su cabello color nieve pura estaba derramado sobre una almohada de tela rústica. El control remoto y los lentes descansaban sobre una fomentera de plástico azul. Las joyas en su cuello largo y sus pequeñas orejas resplandecían con el reflejo de la luz de la lámpara y proyectaban pequeñas bolitas de luz hacia el techo de la habitación… inmóviles. EL pecho enjuto no subía ni bajaba, las fosas nasales pequeñas no se expandían, los párpados no temblaban. La anciana sonreía.
Apagó el televisor. Lentamente se acercó a la anciana. No hay que molestar a los que duermen. Se quitó la gorra que cubría su cabeza y parte de su rostro, -¿por respeto?- y se hincó en una rodilla. Miró de cerca el cuello de la mujer y alargó su mano derecha. Estaba tibia, llevaba poco tiempo muerta. Miró su rostro aún colorido, sus labios pintados, su cabello peinado y elegantemente derramado enmarcando su cara. Sonrió… Es hermosa.
Quizá haya tiempo de salvarla. Fue posiblemente un infarto o quizá un paro respiratorio mientras dormía. Fue al baño contiguo, la puerta estaba abierta. Necesitaba algo de agua fría para hacerla reaccionar en caso de que hubiera tiempo. Se detuvo frente al lavamanos y abrió el agua. Sus ojos se posaron sobre un cofre dorado abierto. Dentro del cofre había un rouge, polvo de maquillaje, mascara, varios tonos de sombra de ojos y un blush. A su lado había otro cofre con un anillo que hacía juego con las joyas que llevaba en el cuello y las orejas la anciana. Del lado izquierdo del lavamanos había un cepillo con algunos cabellos blancos entre las cerdas, en las repisas de la pared, varias cremas coloridas. Hacia el frente un espejo de medio cuerpo reflejó al ladrón. Ahora estaba atrapado dentro del marco del espejo, entre productos de belleza e hileras de bombillos apagados. Sus ojos lo miraron, vieron su cabello despeinado, su camisa negra y sus pantalones roídos. La cara demacrada, con ojeras y sudor. Miró a su derecha, hacia el cuarto, y vio a la anciana. Cerró el agua. No le gustará que le arruine el maquillaje.
Salió del baño. Reparó en la pared detrás de la cama. Un rosario de madera enmarcaba una cruz tallada en madera con un Cristo agonizante que parecía mirar con lástima el lecho de muerte de la anciana, con su cabeza inclinada y los labios mustios. El ladrón miró a Cristo, Cristo no miró al ladrón. El ladrón sonrió.
Caminó hacia la peinadora, un gran mueble de caoba pegado al lado derecho de la pared, cerca de la puerta. Santa Rita, santa Marta, San José, la Rosa Mística, Fátima, Guadalupe, san Antonio, san Cristóbal, san Judas Tadeo y san Francisco compartían morada y altar común, en línea recta, como batallón presto a la batalla; todos con ofrenda de velas apagadas, de varios colores, algunas flores secas de olor acre e incontables estampas de oraciones genéricas. Al final de la hilera una lámpara y una foto. Hacia abajo, gavetas medio abiertas, con cartas de papel quemado por el tiempo, hilo de coser, agendas, guantes, rosarios, tres pequeñas velas blancas y una foto color sepia.
Miró la foto. Era ella; ella con veinte años. El cabello en un peinado alto y rígido, la cintura pequeñita ceñidísima por una faja, el pecho realzado, la falda vaporosa hasta las rodillas, limpiamente cruzadas, culminando las piernas en un par de tacones altos. Los brazos blancos abiertos con gracia, simulando una garza en vuelo, el cuello largo, los labios rojo pasión sonriendo ampliamente, agujeros en los cachetes y ojos rebosantes de alegría.
Colocó la foto sepia al lado de la que se encontraba en un portarretratos en la parte superior de la peinadora. Justo al lado de los santos, con algunos restos de vela color crema alrededor -¿venerada?. Un santo más o una petición a los santos. Sólo la anciana sabría si el fuego de las velas ardiendo al unísono se inclinaba ante la mujer de la foto en el portarretratos.
En primer plano mostraba la cara de la anciana, muy cerca. Tan cerca que marcaba las pocas arrugas que rasgaban su grácil semblante, joven a pesar de los años. El pelo, ya blanco nieve, estaba recogido en un moño, unos zarcillos largos enmarcaban su mandíbula delicada; las cejas bien depiladas, los ojos maquillados con sombra oscura, las pupilas opacas, los ojos mustios; el rostro cetrino y los labios ampliados en algo que quizá era un intento de sonrisa. La tez rígida, los dientes blancos unidos, las comisuras de los labios curvadas hacia arriba… Toda la apariencia de sonrisa que termina siendo una mueca -¿a su pesar?- que no llega hasta los ojos, que se ven reducidos, inclinados de dolor en las comisuras, que miran más allá del visor de la cámara hasta los ojos del observador de la foto, hasta el fuego danzante de las velas, en una actitud de súplica escondida en una de esas sonrisas de aquellos sin más razones para sonreír.
Sin nada más que esperar.
Miró los ojos de ambas fotos y se dirigió a la cama. Se sentó al lado de la anciana y observó su rostro. El cabello y las joyas igual de pulcros y elegantes, brillantes. El rostro igual de terso; los ojos cerrados plácidamente y la sonrisa extendida por toda su faz. Toda ella sonreía, no como en la foto sepia, carcomida por el tiempo, no de alegría ni de angustia. Paz.
No hay que despertar a los que duermen.
El ladrón besó la frente de la anciana, ya un poco más fría. Tomó una caja de fósforos de una gaveta y lo encendió. Jugueteó con el baile de la llama por dos segundos y luego la protegió con su mano izquierda. Encendió una vela y la colocó frente a las fotos. Venerando, hincándose, bailando para las tres mujeres que quedaban en el cuarto, iluminadas por el fuego, sonriendo de alegría, dolor y paz.
Salió de la habitación y cerró la puerta tras de si. Los goznes chirriaron pero el miedo se mantuvo agazapado en la penumbra. Ya no podría jamás el miedo cruzar ese umbral.

Blanca


Lo ansiaba más de lo que podía expresar en palabras. Y cómo añoraba el tacto: el buscar su boca y encontrarla, para sentir su piel contra la suya… y, especialmente, aquella sensación (que sabía era inventada) de ser parte de él, al menos por momentos.

Le molestaba tener la clara impresión de que él lo sabía demasiado bien. Él, ahí, frente a ella, siendo la tentación más absoluta; tentación que emitía la imponencia de su cuerpo, los matices de su mirada y la forma de sus labios, el contraste de su piel contra la suya propia; tentación que salía de las manos que, con sólo cerrar los ojos, sentía recorriéndola, centímetro a centímetro.

Siendo, además, la sombra del ansia pasada, presente y futura. Siendo la representación del deseo, de la lujuria más infinita, de la rabia, del amor... de la dualidad.

De su humanidad más pura y salvaje.

Nunca en su vida había sido adicta a ningún tipo de sustancia, y no por no haberlo intentado. Siempre había pensado que, simplemente, no poseía una personalidad adictiva.

Hasta que lo conoció a él; fumando sus besos, inhalando su piel e inyectándose su esencia. Y nunca más fue la misma.

Entonces, habiendo admitido su adicción, con todo el daño que ella conllevaba, se alejó, decidida a no volverlo a ver… porque sabía que su mera presencia, e incluso el rumor de su nombre susurrado por otra persona, le afectaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

Pero ahora, tanto tiempo después, ahí lo tenía, frente a ella, esperándola. Y acababa de decir todo lo que ella había esperado que dijera: que la quería, que la necesitaba, que ahora se daba cuenta de todo lo que había hecho sin saber, y de todo lo que no había hecho por tener el corazón prendado tras otra mirada.

Regresó al momento presente, más allá de los recuerdos, más allá de las autoconfesiones. Lo miraba fijamente, abrumada, narcotizada por su presencia; bajo la remota impresión de que tenían que haber pasado al menos cinco minutos desde que él hubiera dicho aquellas palabras mágicas. Y ella sólo quería abalanzarse hacia él, consumirlo de arriba abajo, dejarlo que la consumiera.

Era eso lo que la detenía: el saber que todo sería igual. Que ella se olvidaría de sí misma y se entregaría a él completamente, de nuevo, anulando su propia personalidad. Porque sabía que ella no era ella cuando él estaba presente; era sólo aquello que él deseara que fuera, sin nombre, sin alma, sin nada que él no pudiera moldear a su antojo.

- No – dijo, con la voz queda de quien hace un esfuerzo sobrehumano -. No, ya no. Es muy tarde. Ahora sé que voy más allá de esto, y más allá de ti. Y no es porque no me gustaría… - tragó saliva, sin siquiera estar demasiado segura de por qué le admitía aquello a él -… créeme, nada me gustaría más. Pero…

- Pero, ¿qué? – y salió su vena impaciente, brutal, la que le había dado turbulencia a su vida por demasiado tiempo -. Tú quieres, yo quiero. ¿Qué más importa?

- Yo – dijo, su voz un poco más segura -. Yo importo. Y, por mucho que te adore, por mucho que… por mucho que todo, no. No debo – soltó un largo suspiro y apartó la mirada, como rompiendo un nexo -. Y te agradecería no volverme a hablar nunca.

Antes de que él tuviera tiempo de replicar, dio media vuelta y se fue. Era huir, y lo sabía… pero no le quedaba de otra.

Porque quedarse otro minuto más hubiera sido como un cocainómano acariciando una bolsita de polvo… más temprano que tarde, hubiera reincidido y vuelto a caer. Y hubiera regresado al abismo de su cuerpo, dándose la espalda a sí misma.

Así, apretó el paso, alejándose más de la idea de él que de él mismo… porque sabía que él no iría tras ella, igual que nunca lo había hecho. Y sintió una especie de temblor en su alma… el de quien sabe que ha hecho lo correcto pero se pregunta por qué demonios tuvo que hacerlo.

起死回生

起死回生
Wake from death and return to life

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