A la deriva



Toda mi vida me ha traído a este momento. La pequeña canoa, lo admito, es casualidad… pero siempre supe que mi destino yacía en un campo de batalla.

De nuevo, el viaje no estaba planeado. Herido de muerte vi el bote encallado, esperándome… volteé a ver a mis hombres, y mi hermano pareció comprender: me cargó y me dejó ahí, con una lágrima recorriéndole el rostro: sin siquiera haber visto mi combate, sabía igual que yo que estaba herido de muerte. Con dificultad, agarré ambos remos y salí sin destino alguno.

Al poco tiempo, lo que queda de la batalla es sólo un manchón en el horizonte, al oeste. Veo, con los últimos rayos del sol, los destellos de las espadas de los vencedores, quienes las blanden mientras dan instrucciones a los vencidos.

De repente, ya no hay dolor. Palpando bajo la cota de malla, siento la herida en la costilla… pero noto que ya no sangra. ¿He muerto y no me he dado cuenta?

Imposible: oigo los latidos de mi corazón, mi respiración calmada. No entiendo por qué no sangro.

Doy una ojeada al suelo y, anonadado, veo cómo mi rastro de sangre, que estaba casi seco, se desvanece frente a mis propios ojos.

Miro alrededor y veo cómo el viento corre por las velas de la embarcación… pero, ¿no me había subido a un bote pequeño y misterioso, casi una canoa? ¿No llevaba horas remando?

En efecto, en mis manos sostengo los remos… pero las velas siguen ahí. Estoy en un velero, un gran velero blanco, navegando lentamente en una noche clara, con un firmamento de luna llena y atiborrado de estrellas.

Suelto los remos en el mar: no hay ningún apuro en llegar a la muerte… y ella pareciera tener planes más específicos para mí.

Deliro, sé que deliro y no puedo evitarlo. Quizá he estado con infieles demasiado tiempo, quizá una maldición penda sobre mí o quizá la cercanía de la muerte me vuelve loco.

Pero no puedo estarme volviendo loco, no cuando todo realmente cambia a mi alrededor.

Nunca pensé que la muerte fuera tan confusa. La incertidumbre del cuando, la duda del cómo… y la tensión de todo lo que ha de cambiar en el mundo que dejas.

Paradójicamente, justo al final, tengo miedo por primera vez en mi vida. Temo por la lentitud, el dolor y la soledad de la muerte; temo por mis pecados no perdonados, por la falta de pureza de muchos de mis actos, por mis pasiones latentes, por la consumación de mis deseos.

Siempre intenté vivir en agradecimiento e idolatría al Señor, pero por Él, que he pecado. Igual que muchos hombres antes de mí y muchos que irán después, mi perdición vino por una doncella; la que me acompañó, en mi mente, en cada batalla, en cada noche victoriosa, en cada día de trayecto.

De un solo golpe, lo veo todo; mi primera justa, los gritos de mi padre, aquella casa absurda en medio del bosque, el ruido de los cascos de los caballos en la ciudad, la coronación del rey… y, como postre, su sonrisa culpable detrás de una olla de caramelo.

No sé por qué es ese el recuerdo que elige la cercanía a la muerte; apenas salíamos de la infancia en aquel momento. Ahora que lo pienso, puede que ni siquiera sea una memoria real. Pero por alguna razón, es ésa la que permanece de ella.

Y sólo ella, solo su rostro, sólo su sonrisa, es lo que me ata a este mundo; y, de hecho, ahora es ella todo cuanto recuerdo.

Suspiro, y recuerdo mi situación de golpe; me obliga a ello la herida del costado, que empieza a doler de nuevo. ¿Es éste el purgatorio? ¿Acaso expío mi pecado, mi pasado impío, por medio del dolor de mi cuerpo terrenal y, más aún, el de mi alma eterna?

Pido perdón a Dios, sea o no sea la purificación el punto de mi travesía. Estoy agradecido por finalmente cumplir mi destino, el que me fue trazado por las Parcas mucho tiempo atrás. Soy feliz sólo con saber que ha sido cumplido mi propósito, a pesar de las penas e, incluso, gracias a ellas; he seguido los pasos de mi padre y de su padre antes de él, y sólo he caído batallando contra los infames.

El bote – velero, embarcación, carabela – no puede haber sido coincidencia. Estaba ahí, esperándome; y ahora me cura, me revuelve la memoria, me vuelve loco, alarga mi muerte, acorta mi vida; en todos los sentidos, me deja a la deriva.

Me doy cuenta de que la confusión ha desaparecido, dando lugar a una paz infinita y a una nostalgia débil de aquello que nunca existió: la felicidad que no conocí, la pureza de espíritu a la que nunca logré… y estoy listo para morir.

De nuevo, el dolor cesa, y sólo permanece un calor insoportable que me obliga a deshacerme de la cota de malla, la cual echo por la borda: mis días de caballero ya han culminado.

La marca de la espada continúa estando abierta, pero de ella no mana sangre. Es incoherente, es sublime.

Se me ocurre que, para menguar el calor, puedo echarme agua de mar en el pecho, teniendo cuidado de que no caiga en la lesión, y así lo hago… pero mi puntería falla (¡años de tiro al arco en vano!) y es precisamente en la herida donde cae. Mientras el agua salada limpia mis marcas de guerra y entre el ardor intenso, miro mi pecho y, nuevamente, me asombro: no sólo se limpiaron mis heridas, sino que desaparecieron por completo.

Conmovido y ya sabiéndome en presencia de aquello por que luché toda mi vida, me arrodillo en el velero y rezo. Rezo por el milagro que acabo de presenciar, rezo por la pureza de mi expiación, rezo por la sensación de orgullo que me invade repentinamente.

Y veo, a lo lejos, una figura brillante que sube hacia mí desde las profundidades del mar; es una mujer, es un espíritu del mar, pero sé que no es una bruja, de la misma manera que siempre lo supe de Ella.


- No soy digno, he pecado. No merezco este honor, pero, aunque no lo entienda, os lo agradezco.

- Levántate, caballero. Ya muchas veces has probado tus dotes espirituales; no tienes nada que explicarle a Viviane. Tu único pecado ha sido expiado ante los ojos de Dios, y has sido premiado con la vida eterna terrenal.

Miro a Viviane, atónito, y veo cómo ella me abre el camino en la noche; veo la imagen de una isla, al mismo tiempo vibrante y efímera, que se abre ante mí. Veo generaciones de caballeros, grandes hombres de armas, fieles eternos que blanden sus espadas ante Dios y el mundo.

- Los guerreros puros y devotos, que están dispuestos a morir por Dios, se les otorga la vida eterna en la isla de las historias, en felicidad perpetua.

Viviane me devuelve mi cota de malla, la que había tirado en el agua, y camina conmigo hasta la isla, donde el gran monarca, al que su antiguo pueblo sigue esperando, me mira con ojos de sabiduría y bondad.

El rostro de ella vuelve a aparecer en mi memoria, y sé que siempre estará ahí, como recordatorio de todo aquello que existió antes, porque fue ella lo único que realmente estuvo aparte de esto. Pero sé que he llegado a mi hogar: finalmente, he arribado a Avalon.

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Es una especie de introducción a algo en lo que estoy trabajando, que probablemente deje a la mitad, pero que por ahora va más o menos bien. De resto es muy largo, pero me pareció que el pedacito pegaba con el ánimo general del blog - aparte de la cosita que me da (y a Delia, seguro) dejar el blog tan, tan olvidado...

1 comentarios:

D. C. Salazar 5 de agosto de 2008, 16:52  

Uh!Cierto!Tenemos un blog!!Jeje joking... Nicely done Pepe, looking forward to read the rest

起死回生

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Wake from death and return to life

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